Carla y Romeo eran un gigantesco dolor de muelas. Vivían juntos y casi no los veía por separado. Se habían vuelto un monstruo de dos cabezas.
Mientras la carita de Carla era bonita la carota de Romero era sabia. Mientras la manito de carla servia para alimentarlos la manota de Romero los protegía de la lluvia.
Hablaban las mismas palabras al mismo tiempo. Sabían todo el uno del otro. Caminaban abrazados y se sentaban uno sobre el otro y hasta se tomaban de la mano mientras leían o estudiaban.
Se besaban de lunes a sábado. El domingo lo reservaban para hablar o ver películas en el cine o armar rompecabezas en el living-room.
Se saludaban al acostarse y al levantarse, al separarse y al reencontrarse.
No tenían secretos entre ellos, no eran celosos, no eran aburridos, no eran tontos, no eran feos pero tenían el peor de los defectos, eran perfectos y eso a Mauricio lo deprimía.
Se veían mucho con él, lo llevaban a comer o a su casa y siempre que él no tenía donde ir sabía que unos mates siempre lo esperaban en la casa de Carla y Romeo.
Carla era rubia y alta, de cabello rizado y labios carnosos, buena figura, ojos claros.
“Nunca me parecieron atractivas las rubias y mucho menos los ojos claros, siempre me asustaron, uno nunca se refleja en ellos, no te ves o es cosa mía. Además las personas de ojos claros siempre tienen algo. O son muy inteligentes o callados o graciosos o muy malas personas o mezquinas o etc.” Pensaba Mauricio.
Por otra parte Romero (cuyo verdadero nombre era Carlos) era alto y de cabello rizado y negro, ojos marrones claros y barba. Físico entre bien formado y algo obeso, una cosa bastante rara pero que las hay las hay.
“Siempre fueron mi familia. Cuando no tenía adónde ir siempre se hacían presentes ellos dos o ellos uno en realidad porque ya eran, como dije antes, un monstruo de dos cabezas”.
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